De colisiones anunciadas, profecías incumplidas y puros fotogénicos

Aunque el plan era madrugar para llegar prontito a Cabo de Gata y conseguir un buen aparcamiento, entre unas cosas y otras terminamos levantándono a las 9 y media. Desayunamos un mero café y fuimos a Mercadona a comprar las viandas para comer en la playa.

Como Jose llevaba conduciendo la mayor parte del viaje Félix, en un gesto altruista, se ofreció a llevar el coche dadas sus autoelogiadas excelsas aptitudes conductoras. 

El avituallamiento transcurrió sin problemas, pero cuando volvimos al parking Félix se dispuso a salir de la plaza, y a pesar de que el coche utilizó todas las herramientras audiovisuales que tenía a su disposición para avisarle del inminente desastre, nuestro bronceado amigo hizo caso omiso de todas y cada una de ellas y, pisando a fondo el acelerador marcha atrás, impactó de manera irremediable y violenta contra el coche que estaba cruzando justo detrás.

Con la cara totalmente pálida, y a pesar de la fuerte sonoridad del choque, Félix dejó de acelerar y con un hilo de esperanza en la voz preguntó "pero le he dado?" a pesar de que dentro del coche todavía reververaba el eco de las alarmas de proximidad.  

Inmediatamente nos bajamos todos y Félix se acercó al coche de la accidentada pidiendo perdón desde que puso un pie en tierra. A pesar de la situación, la damnificada se mostró comprensiva y colaborativa y fue cuestión de minutos rellenar un parte amistoso (además nos confesó que tenía un pasado trabajando para una aseguradora). 


Finalmente nos despedimos de la mujer y seguimos nuestro viaje a Cabo de Gata, aunque debido a la apesandumbrez de Félix, Jose optó por llevar el coche él.

Durante el camino, intercalando incursiones voraces de Pedro a la bolsa de donuts, Félix se ofrecía a pagar cada céntimo del arreglo mientras fantaseaba en voz alta con dar fin a su miseria ahogado en el fondo de las cristalinas aguas almerienses.

Cuando llegamos al parking la Playa de los Muertos (en un guiño del destino a las fantasías de Félix) nos encontramos con un éxodo de coches que huían despavoridos, aunque nosotros aún no entendíamos por qué. Haciendo gala de su suerte al aparcar, Jose encontró un sitio perfecto y estacionamos previo pago de 4 euros.

Para acceder a la playa teníamos que descender por un angosto sendero de casi un kilómetro de distancia que discurría por escarpadas peñas yermas, pero antes de acceder a la vereda una mujer entrada en años nos adivirtió, cual Pitia sacada del oráculo de Delfos, con voz gutural y ominosa "todo aquel que descienda a la playa de los muertos está condenado a correr la misma suerte que aquellos que le dieron nombre. La bandera, que otrora fue verde, ahora ondea roja teñida por la sangre de los que al alba osaron despreciar mis palabras y fenecieron sepultados bajo olas de más de 30 metros".

Aún con los músculos agarrotados por el miedo y sintiendo el maleficio de aquella bruja gitana, decidimos retar en un alarde de valentía a nuestro destino y ver con nuestros propios ojos aquel mar indómito.

Nuestro ánimo fue poco a poco quebrándose cuando empezamos a ver hordas de turistas haciendo el camino inverso para huir de aquellas aguas mortales cargando con los cadáveres de sus seres queridos, pero aún así nos armamos de valor y llegamos hasta la arena. No obstante, cuando llegamos a la orilla observamos que la playa estaba llena de gente y el mar no era tan bravío y barajamos que nuestra percepción de los hechos hubiera sido un poco exagerada. 

Clavamos las sombrillas y extendimos las toallas y nos aventuramos al mar a luchar contra las olas, aunque cuando sentimos la fuerza de 3 toneladas de agua aplastarnos repetidamente contra el suelo marino y rebozarnos por la arena sin posibilidad de tomar aire nos lo pensamos mejor y reflexionamos que el vaticinio de la vieja, como toda profecía, tenía parte de verdad.

Félix luchando contra el mar

Aún así nos lo pasamos verdaderamente bien jugando con las olas, aunque es como mínimo curioso destacar que el 95% de los que nos bañamos, poniendo en peligro nuestra integridad física, éramos varones heterosexuales mientras las hembras miraban, impertérritas, desde la seguridad de la orilla.

Cuando salimos del agua comimos empanada y echamos un par de partidas al Unite y volvimos a retar al mar una vez más en combate singular. 

Finalmente decidimos emprender el camino de vuelta y mientras subíamos, para culminar nuestra experciencia mística en la playa, presenciamos anonadados las maravillas del paisaje que se abría ante nuestro ojos, en un despliegue perfecto de proporciones aúreas curtidas por los agentes naturales.

Cuando llegamos al coche Félix, con la intención de resarcise, decidió volver a ponerse al volante para llevarnos de vuelta a Almerimar, haciendo gala de una conducción excelente y sin ningún percance.


Volvimos a la casa, nos duchamos y fuimos en coche hata el centro y de nuevo Jose, tocado por la flecha de la fortuna, encontró un aparcamiento en el sitio perfecto.

Primero optamos por ir al Street Vice, pero al comprobar que era comida de combate y escuchar maullidos teñidos de pánico y hasta un relincho de terror provenientes de la cocina decidimos buscar otro sitio.


Terminamos en el equivalente almeriense de la San Marcos, una pizzeria poblada de niños donde la camarera, tras pedir Pedro una pizza con bacon, le preguntó si era conveniente que una persona de su edad tomara tanta sal para cenar.

Cuando momentos antes de pagar le pedimos alguna recomendanción para salir, nos contestó que la gente "de su edad" solía frecuentar el Maracas, una discoteca con una terraza que le gustaba mucho, y allí fuimos.

Durante las 3 horas siguientes discutimos sobre el signiticado de "su edad" mientras encendíamos puros a la luz neonesa de una terraza vacía salvo por una pareja de un hombre entrado en edad y una mujer de dudosa reputación.


Las conversaciones fueron diversas y fluidas, aunque la más relevante fue la del papel integrador de Carlos en la conformación de la amistad de los 4 individuos que compartíamos mesa.

Cuando en la terraza del Maracas únicamente quedábamos nosotros cuatro y Vecna, que ahora ejerce como camarero sirviendo copas amaneradamente en Almerimar desde que fue desterrado por Eleven del universo de Stranger Things, decidimos cambiar de local y nos dirigimos a uno que se encontraba cerca llamado Carbón. 

Allí nos tomamos unas copas en una zona de Chill Out mientras apurábamos la última hora ociosa antes de la llegada de nuestros amigos Broceño y Diego desde Almagro, que nos acompañarían durante el resto de nuestro viaje. 

Cuando les quedaban veinte minutos para llegar, regresamos andando a casa haciendo una breve parada para miccionar revolucionariamente en los aledaños del campo de golf, un asqueroso remanso capitalista plagado de negacionistas climáticos y carpetovetónicos votantes de ultraderecha.


A nuestros compatriotas el GPS les envió a una colina que se alzaba 30 metros por encima de nuestro apartamento y, tras la breve confusión, deshicieron el último tramo del camino con Pedro subido de pie en la parte de atrás del coche cual Trajano paseando triunfal por las calles de Roma.

Nos dirigimos hacia la valla del complejo, cuyo funcionamiento Félix fue capaz de desentrañar esa misma tarde mediando sensualmente con el lacayo del propietario, muy dado a proferir elogios y comentarios inapropiados sobre el brillo dorado que bañaba la piel de Félix a esas alturas de la semana.

Ya por fin en casa, Broceño y Diego se asentaron y ocuparon sus respectivas habitaciones. Tras un rato de charla decidimos irnos a dormir ya que el día había sido largo y anecdótico, plagado de colisiones anunciadas, profecías incumplidas y puros fotogénicos.

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