De buitres uruguayos, drogodependientes apuñalados y conductores justicieros

Madre tenía negocios en Ciudad Real por la mañana así que fui a Madrid en el tren de las 8.40 sin ningún tipo de prisa.

Llegué a meteo un poco antes de las 11, justo para desayunar, y para comer elegí lasaña de espinacas.

A las 4 me fui con Ana hasta su piso y saqué a Avispa con Raquel mientras ella descansaba un poco la vista.

Tienen el campo al lado del piso

Volvimos al piso, echamos unas partidillas al Mario Wonders y un poco antes de las 8 fuimos en cercanías hasta Nuevos Ministerios y de ahí en metro hasta la Gruta 77.

Y a las 9 y media empezó el concierto.




Un poco antes de terminar tocaron la que más ganas teníamos de escuchar.



Salimos de la sala un poco antes de las 12 y fuimos a cenar en un burguer que teníamos al lado.

Y empezamos el camino para volver tranquilamente al piso.

O eso pensábamos. Subimos al metro para ir a Plaza de Castilla a por un Uber, nos sentamos en un asiento de 2 al lado de la puerta y al poco nos llegó un pavo con acento centroamericano lleno de tatuajes, la mirada absolutamente  perdida y 0 respeto por el espacio personal a preguntarnos que si éramos pareja. Por si quería algo con Ana le dije que sí y me empezó a dar la chapa con que tenía que quererla y respetarla.

Hasta aquí más o menos bien, pero de repente nos empezó a contar que se había pinchado en los ojos porque le colocaba más rápido, que era de una banda, que había perdido a varios amigos y nos enseñó una puñalada en el hombro.

Viendo que ya no era tan normal, y cada vez más nervioso por estar sentado, le hice una señal a Ana y nos bajamos en cuanto paró. El pavo hizo amago por seguirnos, aunque finalmente no se bajó del metro y nos quedamos comentando lo que había pasado mientras nos relajábamos un poco y esperábamos al siguiente metro.

Llegamos sin más colgados a Plaza de Castilla (aunque no me volví a sentar por si acaso) pensando que se habían acabado nuestras aventuras por esa noche, pero al subirnos al Uber vimos que no.

El conductor nos empezó a contar que tenía 30 años y llevaba media vida entrenando kickboxing, que antes competía en K1 pero que una vez se bajó del coche para defender a una mujer a la que estaba pegando su marido a darle una paliza y cuando llegó la policía la mujer lo negó, le metieron en el calabozo un par de días, le quitaron la licencia y no puede competir.

Ahora, sin licencia que perder, no se corta para defender a nadie, rollo el batman madrileño. 

Nos contó que hace unas semanas iba con la moto y vio a 4 dando una paliza a 1, paró la moto y se bajó a los 4 sin problema.

También tuvo otro percance con una persona de etnia gitana que se subió al uber obligándole a llevarle a comprar droga, aunque en su lugar se bajó del coche, le estranguló con el cinturón, le dejó KO a hostias y le dejó tirado en la acera.

Tras un par de historias similares llegamos al piso un poco antes de las 2, subimos y nos encontramos a Raquel somnolienta, aunque la despertamos mientras le contábamos nuestras aventuras con el drogodependiente apuñalado y el conductor justiciero.

Nos duchamos y nos acostamos corriendo, y aunque la idea era salir mañana a las 8 vimos que no era tan mala idea hacerlo media horilla después para dormir algo más.

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